sábado, agosto 12, 2006

Nº:31 - La ruptura como salida (Toussaint)

La lista de gobiernos surgidos de golpes de Estado militares apoyados por el Banco Mundial es impresionante.

Entre los ejemplos más conocidos, citemos la dictadura del shah de Irán, instaurada en 1953 tras el derrocamiento del primer ministro Mossadeg; la dictadura militar en Guatemala impuesta por Estados Unidos en 1954 después de deponer al presidente democrático Jacobo Arbenz; la de Duvalier en Haití, en 1957; la del general Park Chung Hee en Corea del Sur, en 1961; la de los generales brasileños en 1964, la de Mobutu en el Congo y la de Suharto en Indonesia en 1965; la de los militares en Tailandia en 1966, la de Idi Amín Dada en Uganda y la del general Hugo Bánzer en Bolivia en 1971; la de Ferdinand Marcos en Filipinas en 1972, la de Augusto Pinochet en Chile, la de los generales uruguayos y la de Habyarimana en Ruanda en 1973, la de la junta militar argentina en 1976; el régimen de Arap Moi en Kenya en 1978; la dictadura en Pakistán desde 1978, el golpe de Estado de Sadam Hussein en 1979 y la dictadura militar turca en 1980.

Entre otras dictaduras apoyadas por el Banco Mundial, citemos aún la de los Somoza en Nicaragua y la de Ceaucescu en Rumania. Algunas aún se mantienen: el régimen dictatorial chino, la dictadura de Deby en el Chad, la de Ben Alí en Túnez, la de Musharaf en Pakistán, y muchas otras. Recordemos también el apoyo dado a las dictaduras europeas: la del general Franco en España y la del general Salazar en Portugal
[3].

Es evidente que el Banco Mundial ha apoyado metódicamente unos regímenes despóticos, implantados o no por la fuerza, que han aplicado políticas antisociales y cometieron crímenes contra la humanidad. El Banco ha demostrado una falta de respeto total a las normas constitucionales de algunos de sus países miembros. Jamás ha vacilado en apoyar a unos militares golpistas y criminales, económicamente dóciles, ante los gobiernos democráticos. Y no sin razón: El Banco considera que el respeto de los derechos humanos (expresión que preferimos a «derechos del Hombre») no forma parte de sus objetivos.

El apoyo que el Banco brindó al régimen del apartheid de Sudáfrica, desde 1951 hasta 1968, no debe borrarse de la memoria. El Banco se negó, explícitamente, a aplicar una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptada en 1964 que conminaba a todas las agencias de la ONU a cesar su apoyo financiero a Sudáfrica, porque el país violaba la Carta de las Naciones Unidas. Este apoyo y la violación del derecho internacional que el mismo implica no deben quedar impunes.

En fin, como este libro revela, el Banco Mundial ha concedido sistemáticamente, en el curso de los años 50 y 60, préstamos a las potencias coloniales y a sus colonias para proyectos que permitían aumentar la explotación de los recursos naturales y de los pueblos en beneficio de las clases dirigentes de las metrópolis. El Banco, en este contexto, se negó a aplicar una resolución de las Naciones Unidas que llamaba a cesar el apoyo financiero y técnico a Portugal mientras éste no renunciara a su política colonial.

Las deudas de las colonias de Bélgica, el Reino Unido y Francia con el Banco Mundial, contraídas por decisión del poder colonial, se transfirieron a los nuevos países en el momento de acceder a su independencia.

El apoyo del Banco Mundial a los regímenes dictatoriales se ha manifestado con la concesión de ayuda financiero así como con la asistencia tanto técnica como económica. Este apoyo financiero y esta asistencia han ayudado a las dictaduras a mantenerse en el poder y perpetrar sus crímenes. Igualmente, el Banco Mundial ha contribuido a que estos regímenes no se vieran aislados en el escenario internacional, porque el apoyo y la asistencia han facilitado siempre las relaciones con los bancos privados y las empresas transnacionales. El modelo neoliberal se impuso progresivamente en el mundo a partir de las dictaduras de Augusto Pinochet en Chile, en 1973, y de Ferdinand Marcos en Filipinas, en 1972. Ambos regímenes fueron apoyados activamente por el Banco Mundial. Cuando tales regímenes llegaban a su fin, el Banco Mundial exigía, sistemáticamente, a los gobiernos democráticos que los sucedían que asumieran las deudas contraídas por sus predecesores. En resumen, la ayuda financiera cómplice del Banco a las dictaduras se transforma en una carga para los pueblos. Éstos deben pagar ahora las armas compradas por los dictadores para oprimirlos.

En los años 80 y 90, un buen número de dictaduras se desplomaron, algunas bajo los ataques contundentes de potentes movimientos democráticos. Los regímenes que los sucedieron en general han aceptado las políticas recomendadas o impuestas por el Banco Mundial y el FMI y han proseguido el reembolso de una deuda odiosa. El modelo neoliberal, después de haber sido impuesto con ayuda de las dictaduras, se ha mantenido gracias al yugo de la deuda y del ajuste estructural permanente. En efecto, después del derrocamiento o el derrumbe de las dictaduras, los gobiernos democráticos continuaron la aplicación de unas políticas que constituyen una ruptura con las tentativas de construir un modelo de desarrollo parcialmente autónomo. La nueva fase de la mundialización comenzada en los años 80, coincidiendo con el estallido de la crisis de la deuda, implica, en general, una subordinación creciente de los países en desarrollo (países de la Periferia) a los países más industrializados (países del Centro).

La agenda oculta del Consenso de Washington

Tras el comienzo de las actividades del Banco Mundial y del FMI, un mecanismo, a la vez de fácil comprensión pero de compleja instauración, ha permitido someter las principales decisiones de estos organismos a las orientaciones del gobierno de Estados Unidos. Algunas veces, ciertos gobiernos europeos (en particular, el Reino Unido, Francia y Alemania) y el de Japón tuvieron voz y voto, pero los casos son raros. A veces se producen fricciones entre la Casa Blanca y la dirección del Banco Mundial y del FMI, pero un análisis riguroso de la historia desde el fin de la segunda guerra mundial hasta el presente demuestra que, hasta ahora, ha sido siempre el gobierno de Estados Unidos quien ha dicho la última palabra en los ámbitos que le interesan directamente.

Fundamentalmente, la agenda oculta del Consenso de Washington es una política que tiende a garantizar el mantenimiento del liderazgo de Estados Unidos a escala mundial y a la vez desembarazar al capitalismo de los límites que se le habían impuesto en la postguerra. Estos límites eran el resultado combinado de poderosas movilizaciones sociales —tanto en el Norte como en el Sur—, de un comienzo de emancipación de algunos pueblos colonizados y de algunas tentativas de abandonar el capitalismo. El Consenso de Washington es también la intensificación del modelo productivista.

En el curso de las últimas décadas, en el marco del Consenso de Washington, el Banco Mundial y el FMI han reforzado sus medios de presión sobre un gran número de países, aprovechando la situación creada por la crisis de la deuda. El Banco Mundial ha desarrollado sus filiales —Sociedad Financiera Internacional (SFI), Agencia Multilateral de Garantía de Inversiones (AMGI), Centro Internacional para la Resolución de Diferencias Relativas a las Inversiones (CIRDI))— tejiendo una red cuya malla es cada vez más cerrada.

Por ejemplo, el Banco Mundial concede un préstamo con la condición de que el sistema de distribución y de saneamiento del agua se privatice. En consecuencia, la empresa pública se vende a un consorcio privado, en el cual encontramos, como al azar, la SFI, filial del Banco. Cuando la población afectada por la privatización se rebela contra el aumento abusivo de las tarifas y la caída de la calidad de los servicios, y la autoridad pública se enfrenta a la empresa nacional predadora, la gestión del litigio se confía al CIRDI, juez y parte a la vez. Se ha llegado así a una situación tal que el Grupo Banco Mundial está presente en todos los niveles: 1) imposición y financiación de la privatización (Banco Mundial); 2) inversión en la empresa privatizada (SFI); 3) garantía de la empresa (AMGI); juicio en caso de litigio (CIRDI). Esto es precisamente lo que ocurrió en El Alto, en Bolivia, en 2004-2005.

La colaboración entre el Banco Mundial y el FMI es también fundamental para ejercer la presión máxima sobre los poderes públicos. Y para completar el tutelaje de la esfera pública y de las autoridades, para avanzar en la generalización del modelo, la colaboración del binomio Banco Mundial/FMI se extiende a la Organización Mundial del Comercio (OMC) desde su nacimiento, en 1995. Esta colaboración, cada vez más estrecha, entre los tres organismos forma parte de la agenda del Consenso de Washington.

Una diferencia fundamental separa dicha agenda de su versión oculta. La agenda proclamada tiende a la reducción de la pobreza mediante el crecimiento, el libre juego de las fuerzas del mercado, el libre comercio y la menor intervención posible de los poderes públicos. La agenda oculta, la que se aplica en realidad, tiende a la sumisión de la esfera pública y de la privada de toda la sociedad humana a la lógica de la búsqueda del máximo beneficio en el marco del capitalismo. La puesta en práctica de esta agenda implica la reproducción de la pobreza (no su reducción) y el aumento de la desigualdad. Implica un estancamiento, cuando no una degradación, de las condiciones de vida de una gran mayoría de la población mundial, combinada con una concentración cada vez mayor de la riqueza. Implica así mismo una prosecución de la degradación de los equilibrios ecológicos, que pone en peligro el futuro de la humanidad.

Una de las muchas paradojas de la agenda oculta es que, en nombre del fin de la dictadura del Estado y la liberación de las fuerzas del mercado, los gobiernos aliados a las transnacionales utilizan la acción coercitiva de las instituciones públicas multilaterales (Banco Mundial, FMI, OMC) para imponer su modelo a los pueblos.


La ruptura como salida

Estas son las razones por las que hay que romper radicalmente con el Consenso de Washington, con el modelo aplicado por el Banco Mundial. No debemos entender el Consenso como un mecanismo de poder y un proyecto que se limitan al gobierno estadounidense flanqueado por su trío infernal. La Comisión Europea, la mayor parte de los gobiernos europeos, el gobierno japonés se adhieren al Consenso de Washington y lo traducen a sus propias lenguas, sus proyectos constitucionales y sus programas políticos. La ruptura con el Consenso de Washington, si se limita a poner fin al liderazgo de Estados Unidos apoyado por el trío Banco Mundial-FMI-OMC, no constituye una alternativa, pues las otras grandes potencias están prestas a tomar el relevo para proseguir unos objetivos muy similares. Imaginemos por un momento que la Unión Europea suplante a Estados Unidos en el liderazgo mundial. Esto no mejorará sustancialmente la situación de los pueblos del planeta, porque significa simplemente el reemplazo de un bloque capitalista del Norte (uno de los polos de la Triada) por otro. Imaginemos otra posibilidad: la formación de un bloque China-Brasil-India-Sudáfrica-Rusia, que suplante a los países de la Triada. Si este bloque se guía por la lógica actual de sus gobiernos y por el sistema económico que los rige, tampoco habría una verdadera mejoría.

Es necesario reemplazar el Consenso de Washington por un consenso de los pueblos fundado en el rechazo al capitalismo. Hay que cuestionar a fondo el concepto de desarrollo estrechamente ligado al modelo productivista. Modelo que excluye la protección de las culturas y su diversidad; que agota los recursos naturales y degrada de manera irreparable el ambiente; que considera la promoción de los derechos humanos, en el mejor de los casos, como un objetivo a largo plazo (a largo plazo estaremos todos muertos); que, en realidad, más bien percibe dicha promoción como un obstáculo para el crecimiento, que considera que la igualdad es un impedimento, si no un peligro.

Romper la espiral infernal del endeudamiento

El mejoramiento de las condiciones de vida de los pueblos mediante el endeudamiento público es un fracaso. El Banco Mundial pretende que para desarrollarse, los países en desarrollo[4] deben recurrir al endeudamiento externo y atraer la inversión extranjera. Este endeudamiento sirve principalmente para comprar equipamiento y bienes de consumo a los países más industrializados. Los hechos demuestran, día tras día, desde hace décadas, que esto no conduce al desarrollo.

Según la teoría económica dominante, el desarrollo del Sur está retrasado debido a la insuficiencia de capitales nacionales (insuficiencia del ahorro local). Siempre según esta teoría, los países que pretendan emprender o acelerar su desarrollo tienen que recurrir a los capitales externos utilizando tres vías: primera, endeudamiento exterior; segunda, atraer a los inversores extranjeros; tercera, aumentar las exportaciones para obtener las divisas necesarias para la compra de bienes extranjeros que permitan proseguir su crecimiento. Mientras que los más pobres deben, también, intentar atraer donaciones comportándose como buenos alumnos de los países desarrollados.

La realidad desmiente esta teoría: son los países en desarrollo los que proveen de capitales a los países más industrializados, en particular, a la economía de Estados Unidos. El Banco Mundial no dice lo contrario: «Los países en desarrollo, tomados en conjunto, son prestamistas netos respecto de los países desarrollados.»[5] En 2004-2005, la combinación de tasas de interés bastante bajas, de primas de riesgo a la baja y de precios de las materias primas al alza ha producido un gran aumento de las reservas de divisas de los países en desarrollo (PED). Éstas se elevaban a finales del 2005 a mas de 2 billones de dólares[6]. Una suma nunca alcanzada hasta entonces. ¡Una suma superior al total de la deuda externa pública del conjunto de los PED! Si le sumamos los capitales líquidos que los capitalistas de los PED depositaron en los bancos de los países más industrializados, que se elevaban a más de 1,5 billones de dólares, podemos afirmar que los PED no son los deudores sino, lisa y llanamente, los verdaderos acreedores.

Si los PED establecieran su propio banco de desarrollo y su propio fondo monetario internacional, estarían en perfectas condiciones de prescindir del Banco Mundial, del FMI y de las instituciones financieras privadas de los países más industrializados.


No es verdad que los PED tengan que recurrir al endeudamiento externo para financiar su desarrollo. En la actualidad, el recurso al empréstito sirve esencialmente para asegurar la continuidad del reembolso. A pesar de la existencia de importantes reservas de divisas, los gobiernos y las clases dominantes locales del Sur no aumentan la inversión y los gastos sociales. Una excepción en el mundo capitalista: el gobierno venezolano que sigue una política de redistribución de los ingresos del petróleo en beneficio de los más explotados, lo que le vale la oposición radical de la clase dominante local y de Estados Unidos. ¿Por cuánto tiempo?
Nunca, hasta ahora, la situación ha sido tan favorable a los países periféricos desde un punto de vista financiero. No obstante, nadie habla de un cambio de las reglas del juego. Los gobiernos de China, de Rusia, de los principales PED (India, Brasil, Nigeria, Indonesia, Tailandia, Corea del Sur, México, Argelia, Sudáfrica...) no demuestran ninguna intención de cambiar en la práctica la situación mundial en beneficio de los pueblos.


Sin embargo, en el plano político, si quisieran, los gobiernos de los principales PED podrían constituir un poderoso movimiento capaz de imponer reformas fundamentales en todo el sistema multilateral: repudiar la deuda y aplicar un conjunto de políticas rompiendo con el neoliberalismo. El marco internacional es favorable, pues la principal potencia mundial está empantanada en la guerra de Iraq, en la ocupación de Afganistán; y en Latinoamérica está enfrentada a fuertes resistencias que acaban en fracasos vergonzosos (Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia...) o en un callejón sin salida (Colombia).

Estoy convencido de que esto no se materializará: un escenario radical no se presentará a corto plazo. La mayoría aplastante de los actuales dirigentes de los PED están totalmente pringados en el modelo neoliberal. En la mayoría de los casos, están por completo ligados a los intereses de las clases dominantes locales, que no tienen la menor perspectiva de alejamiento real (sin hablar siquiera de ruptura) de las políticas seguidas por las potencias industriales. Los capitalistas del Sur se limitan a un comportamiento rentista, y cuando no es así tratan, cuanto mucho, de ganar cuotas de mercado. Es el caso de los capitalistas brasileños, surcoreanos, chinos, rusos, surafricano, indios..., que piden a sus gobiernos que obtengan de los países más industrializados tal o cual concesión, en el marco de las negociaciones bilaterales o multilaterales. Además, la competencia y los conflictos entre gobiernos de los PED, entre capitalistas del Sur, son reales y pueden exacerbarse. La agresividad comercial de los capitalistas de China, de Rusia, de Brasil frente a sus competidores del Sur provoca divisiones tenaces. Generalmente, se ponen de acuerdo (entre ellos y entre el Sur y el Norte) para imponer a los trabajadores de sus países un deterioro de las condiciones laborales con el pretexto de aumentar al máximo su competitividad.
Pero más tarde o más pronto, los pueblos se liberarán de la esclavitud de la deuda y de la opresión ejercida por las clases dominantes en el Norte y en el Sur. Obtendrán con su lucha la aplicación de políticas que redistribuyan la riqueza y pongan fin al modelo productivista destructor de la naturaleza. Los poderes públicos se verán entonces obligados a dar prioridad absoluta a la satisfacción de los derechos humanos fundamentales.


Para ello se requiere dar un paso hacia otra dirección: salir del ciclo infernal del endeudamiento sin caer en una política de caridad que tienda a perpetuar un sistema mundial dominado enteramente por el capital y por algunas grandes potencias y sociedades transnacionales. Se trata de la aplicación de un sistema internacional de redistribución de los ingresos y de la riqueza a fin de reparar el saqueo multisecular al que aún están sometidos los pueblos dominados de la periferia. Estas reparaciones bajo forma de donativos no dan ningún derecho de ingerencia de los países más industrializados en los asuntos de los pueblos auxiliados. En el Sur, es cuestión de inventar mecanismos de decisión sobre el destino de los fondos y del control de su utilización en manos de los pueblos involucrados. Esto abre un vasto campo de reflexión y de experimentación.

Por lo demás, hay que eliminar el Banco Mundial y el FMI y reemplazarlos por otras instituciones mundiales caracterizadas por un funcionamiento democrático. El nuevo Banco Mundial y el nuevo Fondo Monetario Internacional, cualquiera que fuere su nueva denominación, deben tener unas misiones radicalmente diferentes de las de sus predecesores, deben garantizar el cumplimiento de los tratados internacionales sobre derechos humanos (políticos, civiles, sociales, económicos y culturales) en el ámbito del crédito y de las relaciones monetarias internacionales. Estas nuevas instituciones mundiales deben formar parte de un sistema institucional mundial patrocinado por una Organización de las Naciones Unidas radicalmente reformada. Es esencial y prioritario que los países en desarrollo se asocien para constituir cuanto antes unas entidades regionales dotadas de un Banco común y de un Fondo Monetario común. Con ocasión de la crisis del sureste asiático y de Corea de 1997-1998, los países afectados habían considerado la constitución de un Fondo Monetario asiático. La discusión fue abortada por la intervención de Washington. La falta de voluntad de los gobiernos hizo el resto. En la región Latinoamérica y el Caribe, con el impulso de las autoridades venezolanas, el debate sobre la posibilidad de crear un Banco del Sur comenzó en 2005-2006. Un tema a seguir.

Una cosa debe quedar clara: si se busca la emancipación de los pueblos y la plena satisfacción de los derechos humanos, las nuevas instituciones financieras y monetarias, tanto regionales como mundiales, deben estar al servicio de un proyecto de sociedad en ruptura con el capitalismo y el neoliberalismo.



[3] El Banco Mundial concedió préstamos a Portugal hasta 1967.

[4] El vocabulario para designar los países a los que el Banco Mundial destina sus préstamos de desarrollo ha evolucionado con el correr de los años: al comienzo se empleó el término «regiones atrasadas», después se pasó a «países subdesarrollados» y más tarde a «países en desarrollo», a algunos de los cuales se los denomina «países emergentes».

[5] «Developping countries, in aggregate, were net lenders to developed countries», World Bank. Global Development Finance 2003, p.13. En la edición de 2005 del Global Development Finance, p. 56, el Banco escribe: «Los países en desarrollo son ahora exportadores netos de capitales hacia el resto del mundo.» World Bank, GDF 2005, p. 56.

[6] Fuente: World Bank. Global Development Finance 2006,