Nº:8 - La tasa de precariedad (Xavi Diez)
En los diversos barómetros sobre coyuntura política publicados en los medios de comunicación de nuestro país, las preocupaciones relacionadas con el empleo siempre aparecen destacadas en las primeras posiciones. Y si bien hace algunos años el desempleo aparecía como uno de los mayores problemas ante los que debía enfrentarse la sociedad española, en la actualidad no es tanto la escasez de la ocupación como su preocupante falta de calidad. Afortunadamente, a lo largo de los últimos años los índices de paro han ido disminuyendo lentamente para acercarse a los de la Unión Europea, incluso existen algunos sectores en los que existe una gran demanda y los empresarios recurren a la inmigración extranjera para evitar el recurso de la mejora de las condiciones laborales y saláriales y hacer así más atractiva su oferta. Pero en lo que casi todos coinciden es que, a pesar de hallarnos en una coyuntura económica que los apologistas del mercado consideran positiva, lo cierto es que la mayoría de ciudadanos, desde su condición de asalariados, no logran percibir los altos y continuados índices de crecimiento, a ritmos sostenidos de un tres por ciento desde hace ya varios años.
Uno de los principales factores de desasosiego, y a la vez uno de los principales motivos por los cuales este crecimiento económico no llega a la la mayoría es la excesiva tasa de temporalidad en la ocupación. Según un estudio de la UGT referente a mayo de 2005, el 32,5% de la población activa española sufre esta situación, casi tres veces más que los asalariados europeos (un 12,8 % para la UE). Pero estas cifras, que ya de por sí son importantes, resultan engañosas. La precariedad laboral en España afecta a un 65% de los menores de 25 años, y a un 57% de las mujeres de todas las edades. Y lo que es más preocupante, esta mala práctica, que es evidente que no responde a situaciones excepcionales de producción o sectores económicos específicos, se ha estado convirtiendo en una norma, llegando incluso a un sector público que, en teoría, debería dar ejemplo de buenas prácticas.
La paradoja de toda esta situación anómala, percibida con una normalidad absoluta por la sociedad es que menos de un diez por ciento de los contratos registrados en el INEM son normales, es decir, indefinidos. En contraposición, para el 2004 el número de contratos temporales ha ascendido a 13.398.295. Un número que viene incrementándose año tras año. (http://www.ine.es/) Es evidente que esta extraña (un adjetivo más preciso sería indignante) situación se corresponde a una cultura empresarial que basa el beneficio sobre la externalización de los riesgos, siguiendo la ortodoxia económica de lo que serían los talibanes de la globalización, o lo que es lo mismo, los think thanks de las organizaciones empresariales, infiltrados en las instituciones académicas y los medios de comunicación. Lo malo de todo ello es que para maximizar
las rentas de unos pocos, es el conjunto de la sociedad, en general, y el propio afectado, en particular, quienes acaban financiando esta mala práctica, que además viola de manera flagrante la propia legislación española e internacional, sin que las autoridades públicas, es decir, nuestros presuntos representantes políticos, hagan nada para evitarlo.
¿Y cuáles son estos riesgos externalizados? Podríamos dividir estas consecuencias negativas en dos niveles diferentes. En el nivel más inmediato, esta fórmula de contratación representa un insalvable obstáculo para los proyectos vitales de los afectados, quienes ven violado su derecho a planificar su tiempo y su futuro, incide negativamente en la renta de las familias (puesto que impiden una remuneración acorde, en general, con su formación y responsabilidad) y supone una gran presión contra salarios y condiciones laborales que afectan a todos. Pero existen otras consecuencias más profundas que nos afectan a todos como sociedad. No solamente acarrean mayores gastos comunes (la precariedad implica que el erario público debe hacer frente a necesidades en cuanto a subsidios, servicios sociales y otros aspectos difícilmente computables), sino que facilitan fenómenos, como el recientemente conocido mileurismo, que implican un daño moral a los afectados en ocasiones irreparable. Para decirlo en otros términos, destruyen el talento individual de millones de trabajadores, y ello nos perjudica a todos, puesto que nos vemos desposeídos del esfuerzo, inteligencia e implicación de millones de personas. Las inversiones colectivas realizadas por el conjunto de ciudadanos en educación e investigación se arrojan a la basura. Todo ello provoca un malestar generalizado que genera un sentimiento de desapego social, de desarraigo, y por lo tanto de atomización social que hace de la ciudadanía elementos frágiles y desmoralizados. Finalmente, este desperdicio de talento e inteligencia que podrían haber realizado millones de jóvenes y no tan jóvenes en su contribución al mantenimiento y mejora de la sociedad impiden la creación de proyectos empresariales sólidos que sin duda permitirían mejorar la red económica nacional. Sin tiempo ni lealtad para implicarse en nuestras empresas, la productividad, la creatividad, la solidez se diluyen como el azúcar en la perversa dinámica de la precariedad. Evidentemente, la deslealtad mutua entre empleadores y empleados, entre empresas y sociedad, la preeminencia del beneficio a costa de la cohesión social suele salir muy caro.
Especificidades españolas
El caso español, por otra parte presenta unas singularidades que explicaría este diferencial respecto a la Unión Europea. A pesar de los incrementos de beneficios particulares (que es lo que básicamente explica también el diferencial de crecimiento) son los resultados políticos de la Transición los que permiten la supervivencia, y en cierta manera, la extensión, de una clase empresarial caracterizada por haber desconocido olímpicamente los procesos de pacto social habidos con posterioridad a la segunda guerra mundial. Es más, la estrecha relación con el régimen franquista y su cultura social y económica, basada en la más absoluta impunidad a la hora de violar la ley, evadir el fisco o dimitir de las responsabilidades sociales, ha hecho de la clase empresarial española una de las menos cultas, menos respetuosas y menos inteligentes, desde el punto de vista económico y con mayor sentido feudal en las relaciones con los empleados. La Transición, al no haber comportado un proceso de depuración de responsabilidades evitó tener que pagar una más que merecida indemnización histórica, en forma de incremento generalizado de las remuneraciones más bajas de Europa, a la clase trabajadora. Teniendo en cuenta que, tras la guerra civil el poder adquisitivo de los asalariados disminuyó, en términos generales, a un 60% de los niveles de preguerra, estas diferencias todavía no han sido compensadas. De hecho, en la actualidad, España cuenta con un salario mínimo (540 €) que es todavía menos de la mitad que el francés o el alemán, en un momento en el que la incorporación al sistema monetario europeo han globalizado los precios. A todo ello, los pactos comportaron la incorporación al sistema, sin pedir responsabilidades, de partes de la oposición, como el PSOE o los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, quienes acabaron renunciando a sus políticas reivindicativas y acatando la reactualización del franquismo bajo el nuevo sistema de Segunda Restauración monárquica. A su vez, cualquier disidencia, como la de la CNT, la que había sido la central sindical más poderosa de la historia española, fue perseguida policialmente y asediada legalmente hasta bien entrados los ochenta. Aún hoy, la pertenencia al citado sindicato, o a su escisión, la CGT comporta graves perjuicios a sus afiliados.
En estas circunstancias, las relaciones empresariales basadas en el no respeto de los derechos ciudadanos y en la carta blanca empresarial explicarían que se convierta en norma la contratación temporal, a pesar de que ésta sea una de las causas del subdesarrollo empresarial español, que no poseee una red empresarial sólida e independiente, como sucede con los países centrales de la UE, y que propicia el desarrollo de actividades de escaso valor añadido y nulo valor tecnológico como la construcción o la hostelería. Ante este panorama resulta difícil tratar de buscar un radical cambio de sistema en la contratación. De hecho, todos los intentos bienintencionados de los diferentes gobiernos han acabado en fracaso por la persistencia de una mentalidad escasamente desarrollada y en la que prima el beneficio inmediato por encima de un largo plazo. Disminuir la temporalidad es un objetivo que difícilmente podría conseguirse sin modificar la cultura empresarial española, o bien mediante la imposición de medidas innovadoras e inteligentes.
La Tasa de Precariedad (TP)
De la misma manera que uno de los emblemas de ATTAC es la Tasa Tobin, un pequeño impuesto a las transacciones financieras, que en su origen, serviría para controlar a una especulación financiera peligrosa para el orden económico, una posible medida para controlar la irracionalidad en la contratación sería la Tasa de Precariedad, La TP sería un impuesto que pagaría el empresario a un fondo específico de la Seguridad Social en el momento que realiza una contratación temporal a un trabajador.
Una posibilidad sería una cifra simbólica que difícilmente supusiera un esfuerzo a la empresa como 100 €. A pesar que las intenciones de un impuesto así no fueran recaudatorias, en las actuales circunstancias, en España, y según las cifras correspondientes a 2004 se llegaría a obtener una cantidad cercana a los 1.340 millones de euros, una cifra nada desdeñable. Pero, como ya hemos comentado, la intención no es recaudar, sino hacer consciente al empleador que la contratación temporal tiene un coste social importante, y que de la misma manera que se beneficia del esfuerzo de un empleado, debe compensar de alguna manera la externalización de riesgos en los que incurre al recurrir por norma a esta modalidad excepcional de contratación.
Pero el segundo objetivo es aún más importante. La TP podría ser una manera eficaz de combatir la contratación fraudulenta, como por ejemplo, cuando se emplea de lunes a viernes para evitar tener que pagar los fines de semana o períodos vacacionales. La simplicidad de esta medida podría resultar más efectiva que unas inspecciones laborales hasta el momento poco útiles puesto que se trataría de una medida sencilla y fácil de controlar.
Con el dinero recaudado podría establecerse un fondo para insertar laboralmente a colectivos con dificultades, físicas, psíquicas o sociales. No es nada desdeñable la cantidad que pudiera obtenerse por medio de la TP. En concreto podrían crearse más de 100.000 empleos públicos, preferentemente de servicios personales, cuidados a terceros u otras ocupaciones que redundaran en el bienestar colectivo. Pero no debemos olvidar que, por lo que respecta a la TP, su mayor éxito sería su fracaso, es decir, que se redujera sustancialmente la contratación temporal para que ésta se ajustase de manera radical a las necesidades reales.
Fuente: El grà de Sorra. Num 36.
Uno de los principales factores de desasosiego, y a la vez uno de los principales motivos por los cuales este crecimiento económico no llega a la la mayoría es la excesiva tasa de temporalidad en la ocupación. Según un estudio de la UGT referente a mayo de 2005, el 32,5% de la población activa española sufre esta situación, casi tres veces más que los asalariados europeos (un 12,8 % para la UE). Pero estas cifras, que ya de por sí son importantes, resultan engañosas. La precariedad laboral en España afecta a un 65% de los menores de 25 años, y a un 57% de las mujeres de todas las edades. Y lo que es más preocupante, esta mala práctica, que es evidente que no responde a situaciones excepcionales de producción o sectores económicos específicos, se ha estado convirtiendo en una norma, llegando incluso a un sector público que, en teoría, debería dar ejemplo de buenas prácticas.
La paradoja de toda esta situación anómala, percibida con una normalidad absoluta por la sociedad es que menos de un diez por ciento de los contratos registrados en el INEM son normales, es decir, indefinidos. En contraposición, para el 2004 el número de contratos temporales ha ascendido a 13.398.295. Un número que viene incrementándose año tras año. (http://www.ine.es/) Es evidente que esta extraña (un adjetivo más preciso sería indignante) situación se corresponde a una cultura empresarial que basa el beneficio sobre la externalización de los riesgos, siguiendo la ortodoxia económica de lo que serían los talibanes de la globalización, o lo que es lo mismo, los think thanks de las organizaciones empresariales, infiltrados en las instituciones académicas y los medios de comunicación. Lo malo de todo ello es que para maximizar
las rentas de unos pocos, es el conjunto de la sociedad, en general, y el propio afectado, en particular, quienes acaban financiando esta mala práctica, que además viola de manera flagrante la propia legislación española e internacional, sin que las autoridades públicas, es decir, nuestros presuntos representantes políticos, hagan nada para evitarlo.
¿Y cuáles son estos riesgos externalizados? Podríamos dividir estas consecuencias negativas en dos niveles diferentes. En el nivel más inmediato, esta fórmula de contratación representa un insalvable obstáculo para los proyectos vitales de los afectados, quienes ven violado su derecho a planificar su tiempo y su futuro, incide negativamente en la renta de las familias (puesto que impiden una remuneración acorde, en general, con su formación y responsabilidad) y supone una gran presión contra salarios y condiciones laborales que afectan a todos. Pero existen otras consecuencias más profundas que nos afectan a todos como sociedad. No solamente acarrean mayores gastos comunes (la precariedad implica que el erario público debe hacer frente a necesidades en cuanto a subsidios, servicios sociales y otros aspectos difícilmente computables), sino que facilitan fenómenos, como el recientemente conocido mileurismo, que implican un daño moral a los afectados en ocasiones irreparable. Para decirlo en otros términos, destruyen el talento individual de millones de trabajadores, y ello nos perjudica a todos, puesto que nos vemos desposeídos del esfuerzo, inteligencia e implicación de millones de personas. Las inversiones colectivas realizadas por el conjunto de ciudadanos en educación e investigación se arrojan a la basura. Todo ello provoca un malestar generalizado que genera un sentimiento de desapego social, de desarraigo, y por lo tanto de atomización social que hace de la ciudadanía elementos frágiles y desmoralizados. Finalmente, este desperdicio de talento e inteligencia que podrían haber realizado millones de jóvenes y no tan jóvenes en su contribución al mantenimiento y mejora de la sociedad impiden la creación de proyectos empresariales sólidos que sin duda permitirían mejorar la red económica nacional. Sin tiempo ni lealtad para implicarse en nuestras empresas, la productividad, la creatividad, la solidez se diluyen como el azúcar en la perversa dinámica de la precariedad. Evidentemente, la deslealtad mutua entre empleadores y empleados, entre empresas y sociedad, la preeminencia del beneficio a costa de la cohesión social suele salir muy caro.
Especificidades españolas
El caso español, por otra parte presenta unas singularidades que explicaría este diferencial respecto a la Unión Europea. A pesar de los incrementos de beneficios particulares (que es lo que básicamente explica también el diferencial de crecimiento) son los resultados políticos de la Transición los que permiten la supervivencia, y en cierta manera, la extensión, de una clase empresarial caracterizada por haber desconocido olímpicamente los procesos de pacto social habidos con posterioridad a la segunda guerra mundial. Es más, la estrecha relación con el régimen franquista y su cultura social y económica, basada en la más absoluta impunidad a la hora de violar la ley, evadir el fisco o dimitir de las responsabilidades sociales, ha hecho de la clase empresarial española una de las menos cultas, menos respetuosas y menos inteligentes, desde el punto de vista económico y con mayor sentido feudal en las relaciones con los empleados. La Transición, al no haber comportado un proceso de depuración de responsabilidades evitó tener que pagar una más que merecida indemnización histórica, en forma de incremento generalizado de las remuneraciones más bajas de Europa, a la clase trabajadora. Teniendo en cuenta que, tras la guerra civil el poder adquisitivo de los asalariados disminuyó, en términos generales, a un 60% de los niveles de preguerra, estas diferencias todavía no han sido compensadas. De hecho, en la actualidad, España cuenta con un salario mínimo (540 €) que es todavía menos de la mitad que el francés o el alemán, en un momento en el que la incorporación al sistema monetario europeo han globalizado los precios. A todo ello, los pactos comportaron la incorporación al sistema, sin pedir responsabilidades, de partes de la oposición, como el PSOE o los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, quienes acabaron renunciando a sus políticas reivindicativas y acatando la reactualización del franquismo bajo el nuevo sistema de Segunda Restauración monárquica. A su vez, cualquier disidencia, como la de la CNT, la que había sido la central sindical más poderosa de la historia española, fue perseguida policialmente y asediada legalmente hasta bien entrados los ochenta. Aún hoy, la pertenencia al citado sindicato, o a su escisión, la CGT comporta graves perjuicios a sus afiliados.
En estas circunstancias, las relaciones empresariales basadas en el no respeto de los derechos ciudadanos y en la carta blanca empresarial explicarían que se convierta en norma la contratación temporal, a pesar de que ésta sea una de las causas del subdesarrollo empresarial español, que no poseee una red empresarial sólida e independiente, como sucede con los países centrales de la UE, y que propicia el desarrollo de actividades de escaso valor añadido y nulo valor tecnológico como la construcción o la hostelería. Ante este panorama resulta difícil tratar de buscar un radical cambio de sistema en la contratación. De hecho, todos los intentos bienintencionados de los diferentes gobiernos han acabado en fracaso por la persistencia de una mentalidad escasamente desarrollada y en la que prima el beneficio inmediato por encima de un largo plazo. Disminuir la temporalidad es un objetivo que difícilmente podría conseguirse sin modificar la cultura empresarial española, o bien mediante la imposición de medidas innovadoras e inteligentes.
La Tasa de Precariedad (TP)
De la misma manera que uno de los emblemas de ATTAC es la Tasa Tobin, un pequeño impuesto a las transacciones financieras, que en su origen, serviría para controlar a una especulación financiera peligrosa para el orden económico, una posible medida para controlar la irracionalidad en la contratación sería la Tasa de Precariedad, La TP sería un impuesto que pagaría el empresario a un fondo específico de la Seguridad Social en el momento que realiza una contratación temporal a un trabajador.
Una posibilidad sería una cifra simbólica que difícilmente supusiera un esfuerzo a la empresa como 100 €. A pesar que las intenciones de un impuesto así no fueran recaudatorias, en las actuales circunstancias, en España, y según las cifras correspondientes a 2004 se llegaría a obtener una cantidad cercana a los 1.340 millones de euros, una cifra nada desdeñable. Pero, como ya hemos comentado, la intención no es recaudar, sino hacer consciente al empleador que la contratación temporal tiene un coste social importante, y que de la misma manera que se beneficia del esfuerzo de un empleado, debe compensar de alguna manera la externalización de riesgos en los que incurre al recurrir por norma a esta modalidad excepcional de contratación.
Pero el segundo objetivo es aún más importante. La TP podría ser una manera eficaz de combatir la contratación fraudulenta, como por ejemplo, cuando se emplea de lunes a viernes para evitar tener que pagar los fines de semana o períodos vacacionales. La simplicidad de esta medida podría resultar más efectiva que unas inspecciones laborales hasta el momento poco útiles puesto que se trataría de una medida sencilla y fácil de controlar.
Con el dinero recaudado podría establecerse un fondo para insertar laboralmente a colectivos con dificultades, físicas, psíquicas o sociales. No es nada desdeñable la cantidad que pudiera obtenerse por medio de la TP. En concreto podrían crearse más de 100.000 empleos públicos, preferentemente de servicios personales, cuidados a terceros u otras ocupaciones que redundaran en el bienestar colectivo. Pero no debemos olvidar que, por lo que respecta a la TP, su mayor éxito sería su fracaso, es decir, que se redujera sustancialmente la contratación temporal para que ésta se ajustase de manera radical a las necesidades reales.
Fuente: El grà de Sorra. Num 36.
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